Nuestra Madre Dolorosa y Corredentora

Publicado por: Servus Cordis Iesu

El sol va acercándose a su ocaso; hay que encerrar en el sepulcro el cuerpo de quien es el autor de la vida. La madre concentra toda la energía de su amor en un último beso y oprimida de un dolor inmenso como el mar, entrega este cuerpo adorable, a aquellos que después de haberlo embalsamado, le deben encerrar bajo la piedra de la tumba. Se cierra el sepulcro y María acompañada de Juan, su hijo adoptivo, y de Magdalena, seguida de los dos discípulos que han asistido a las exequias, y de las santas mujeres, se internan en la ciudad maldita.

¿No veremos nosotros en todo esto, nada más que el espectáculo de las aflicciones que ha padecido la madre de Jesús junto a la cruz de su hijo? ¿No había sido intención de Dios el haberla hecho asistir en persona a la muerte de su hijo? ¿Por qué no la ha arrancado de este mundo, como a José, antes de que llegara el día en que la muerte de Jesús debía causar en su corazón una aflicción, que sobrepasara a todas aquellas que han padecido todas las madres después del origen del mundo? Dios no lo ha hecho porque la nueva Eva tenía que desempeñar un papel al pie del árbol de la cruz. Del mismo modo que el Padre celestial requirió su consentimiento antes de enviar al Verbo Eterno a esta tierra, fueron requeridas la obediencia y abnegación de María para la inmolación del Redentor. ¿No era este hijo, que ella había concebido después de haber consentido en el ofrecimiento divino, el bien más querido de esta madre incomparable? El cielo no se lo debía de arrebatar sin que ella misma lo ofreciera.

¡Qué lucha tan terrible se entabló entonces en este corazón tan amante! ¡La injusticia, la crueldad de los hombres le arrancaba a su hijo! ¿Cómo ella, su madre, puede ratificar, con su consentimiento, la muerte de aquel a quien ama con doble amor, como a hijo y como a Dios? De otro lado, si Jesús no es inmolado, el género humano permanecerá presa de Satanás, el pecado no será reparado, y en vano será ella madre de Dios. Sus honores y sus alegrías serán para ella sola, y nos abandonará por tanto a nuestra triste suerte. ¿Qué hará, pues, la virgen de Nazaret, esa virgen que lleva un corazón tan grande; esa criatura siempre pura, cuyos afectos, jamás se vieron tildados de egoísmo, que tan frecuentemente se filtra en las almas en que ha reinado el pecado original? María por delicadeza para con los hombres, al unirse, al deseo de su hijo, que no vive sino para su salvación, consigue un triunfo sobre sí misma; pronuncia por segunda vez su FIAT y consiente en la inmolación de su hijo. No se lo exige la justicia de Dios; ella misma es quien lo cede; pero en cambio es elevada a un grado tal de grandeza, que jamás pudo concebir en su humildad. Una unión inefable se establece entre la ofrenda del Verbo encarnado y la de María; la sangre divina y las lágrimas de la madre corren mezcladas y se confunden para operar la redención del género humano.

Examinad ahora la conducta de esta madre y el valor que la anima. Bien distinto por cierto del de esta otra madre, de quien nos habla la Escritura, la infortunada Agar, que después de haber procurado inútilmente saciar la sed de Ismael, asfixiado por el ardiente sol del desierto, se alejó para no ver morir a su hijo; María habiéndose enterado de que el suyo ha sido condenado a muerte, se pone en pie y corre hasta que lo encuentra y le acompaña hasta el lugar en que debe morir. Y ¿cuál es su actitud al pie de la cruz de su hijo? ¿Se muestra desfallecida y abatida? ¿El dolor inaudito que la oprime le han hecho acaso caer por tierra o en manos de los que la rodean? No; el Santo Evangelio contesta con una sola palabra a esta cuestión: “María permanecía en pie (stabat) junto a la cruz”. El sacrificador está de pie ante el altar, para ofrecer su sacrificio. María debía guardar actitud semejante. San Ambrosio, cuya alma tierna, y cuya profunda inteligencia de los misterios nos han transmitido rasgos tan preciosos acerca del carácter de María, lo dice todo en estas breves palabras: “Se mantenía en pie frente a la cruz, contemplando con sus maternales miradas las heridas de su hijo; esperando, no la muerte de su querido hijo, sino más bien la salvación del mundo”.

Así esta madre de dolores en circunstancias parecidas, lejos de maldecirnos, nos ama, sacrifica por nuestra salvación hasta los gratos recuerdos de las horas de alegría que había experimentado en su hijo. A pesar de los gritos de su corazón de madre, se le devuelve a su Padre como un tesoro confiado en depósito. La espada penetraba cada vez más profunda en su alma; mas nosotros estamos ya salvados; y, a pesar de que no fue más que una pura criatura, cooperó con su Hijo a nuestra salvación. ¿Tenemos motivos para admirarnos, después de esto, de que Jesús eligiera este mismo momento para proclamarla madre de los hombres, en la persona de Juan que nos representaba a todos? Nunca el corazón de María se había sentido tan inclinado a nuestro favor. Que en adelante sea pues esta nueva Eva, la verdadera “Madre de todos los vivientes”. La espada que atravesó su Inmaculado Corazón nos ha franqueado la entrada en él. En el tiempo y en la eternidad, María hará extensivo a nosotros el amor que siente a su Hijo; porque acaba de oírle decir, que nosotros también en adelante lo seremos para ella. Por habernos rescatado, Él es nuestro Señor; por haber cooperado tan generosamente a nuestro rescate, Ella es nuestra Señora.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico