San Juan Bosco, Confesor

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Juan Bosco nació el 16 de agosto de 1815 en Castelnuovo de Asti. Desde muy joven se distinguió por su piedad, su pureza, su alegría y su penetrante inteligencia. En 1835 entró en el Seminario Mayor de Turín y el 5 de junio de 1841 fue ordenado sacerdote. Desde entonces, consagró su vida a la salvación y educación de los niños pobres y de los obreros, fundó la Asociación de Salesianos, luego una Congregación de religiosas bajo el patrocinio de María Auxiliadora, y, por fin, otra de Cooperadores. Murió el 31 de enero de 1888. Pío XI le beatificó en 1929, y cinco años más tarde le canonizó.

Al final del mes dedicado a honrar la infancia del Salvador, San Juan Bosco, conduce ante Jesús Niño, ante Jesús Obrero, a la multitud de niños y de obreros a quienes consagró su vida.

Para salvar a los hombres, el Hijo de Dios se dignó hacerse hombre y experimentar todas las miserias de nuestra naturaleza menos el pecado. Nació pobre en un establo, trabajó para ganarse el pan; luego, antes de morir predicó el Evangelio a los pobres, y si en este mundo tuvo preferencias, fueron estas para los niños: “Dejad que los niños se acerquen a mí: de ellos y de los que se les asemejan es el reino de los cielos”.

San Juan Bosco no hizo más que reproducir estos aspectos de la vida de Jesús. Pobre también él de nacimiento, tuvo que trabajar para ganarse el pan y poder hacer sus estudios. Sacerdote ya, quiso predicar la buena nueva a los pobres, a los niños, a los obreros abandonados, a todos aquellos a quienes la pereza o el vicio arrastraban al mal. Creó para ellos patronatos, orfanatos, escuelas primarias, escuelas profesionales: “Amo tanto a estos pobres pequeños, que a gusto partiría con ellos también mi corazón.”

En su santificación personal y en su ministerio se propuso como modelo y maestro a San Francisco de Sales. El Obispo de Ginebra le había enseñado que “no hay más que un medio de ser un buen educador, y es ser santo”; y que si pretendía hacer una obra buena y duradera, debía darse a Dios y dar a Dios. Dióse, pues, sin reservas: su tiempo, sus energías, sus talentos, su fama, su salud, su vida, su madre, todo fue para los niños recogidos en las calles. Les dio pan, trabajo y asilo; sobre todo les comunicó la alegría que habita en una conciencia pura, en un alma unida a Dios. Por medio de sus instrucciones familiares, de los sacramentos, de la Penitencia y de la Eucaristía, hizo de ellos cristianos fervorosos, y pacíficos ciudadanos. Manifestóse así al siglo XIX como un maestro en cuestiones sociales, y como uno de los mayores Apóstoles de la Acción Católica, tan recomendada por los últimos Papas.

Lo mismo que el Señor, despertó en torno suyo numerosos seguidores, discípulos que vinieron a ponerse bajo su dirección, y a compartir sus cuidados y trabajos en la salvación del mundo y su conversión a Dios. Pronto formóse la Asociación Salesiana, luego la Congregación de Hijas de María Auxiliadora, y, finalmente, la Unión de Cooperadores, Salesianos, inmenso ejército que lanzó a la conquista de las almas. Pío XI que le había conocido y que le elevó a los altares, ha podido decir con razón, “que su nombre es uno de los que bendecirán los siglos eternamente”.

También nosotros acudimos en pos de tantos otros para aclamarte con la Iglesia, para implorar tu ayuda, para pedir tus consejos. Agrádanos escuchar tus fervorosas exhortaciones: “¡Oh vosotros, que trabajáis y estáis cargados de sudores y fatigas! si queréis hallar una fuente inagotable de consuelos, si queréis ser felices, haceros santos. Para ser santos no necesitáis más que una cosa: quererlo. Los santos se santificaron cada cual en su propio estado. ¿De qué manera? Haciendo bien lo que tenían que hacer”. Pide al Señor para nosotros, que lleguemos a comprender una lección tan sencilla y verdadera y que la pongamos en práctica para llegar a ser santos.

¡Apóstol infatigable, y devorado por el celo! protege a los sacerdotes y misioneros. “Lo primero que te aconsejo para llegar a ser santo, decías en cierta ocasión a Domingo Savio, el afortunado niño a quien condujiste a la santidad, es que ganes almas para Dios. Porque no hay nada tan santo en el mundo, como cooperar al bien de las almas. Por ellas derramó Jesucristo hasta la última gota de su sangre”. Haz que abrase ese celo a todos los fieles, ya que todos están llamados de una u otra manera a cooperar en la obra de la Redención.

Enséñanos, no sólo a los jóvenes, sino a todos nosotros, a frecuentar los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, para guardar nuestras almas libres de pecados. Enséñanos a acudir con frecuencia a María Auxiliadora, con intercesión omnipotente operaste tantos prodigios y multiplicaste tantos milagros. Ella nos ayudará a seguir tus ejemplos, a permanecer fieles a las lecciones de Belén y de Nazaret, a guardar como tú una confianza de niño en la divina Providencia, y a no vivir más que para alabar la gloria de Dios, en constante acción de gracias. Ella, finalmente, nos presentará con su Hijo al Padre celestial en el cielo, donde a la hora de la muerte “nos darás cita a todos”.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico