Santos Vicente, Diácono, y Anastasio, Mártires

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Triunfó Vicente del fuego, porque la llama de amor que le devoraba por dentro era más ardiente que la que consumía su cuerpo. Te saludamos, oh Diácono Vencedor, que tienes entre tus manos el Cáliz de la salud. En otro tiempo presentábaslo en el altar, para que por las palabras de la consagración fuera trocado su licor en la Sangre de Cristo; ofrecíaslo a los fieles para que todos cuantos tuvieran sed de Dios se saciasen en la fuente de la vida eterna. Hoy, tú mismo lo ofreces a Cristo; está lleno hasta el borde, de tu propia sangre. De esta manera supiste ser un Diácono fiel, llegando a dar tu propia vida en confirmación de los Misterios de que eras dispensador. Tres siglos habían transcurrido desde la Inmolación de Esteban; sesenta años desde que los miembros de Lorenzo eran asados en las parrillas de Roma, levantando un perfume de incienso dulce y acre al mismo tiempo; y ahora en la última de las persecuciones, la víspera del triunfo de la Iglesia, vas a confirmar tú con tu constancia, que la fidelidad de los Diáconos no había desaparecido.

La Iglesia está orgullosa de tus triunfos, oh Vicente; acuérdate que después de Cristo, por ella luchaste. Sénos pues, propicio; y señala este día de tu fiesta con los efectos de tu protección. Ahora contemplas ya cara a cara al Rey de los siglos, cuyo Caballero fuiste, sus resplandores eternos brillan ante tu mirada, serena aunque deslumbrada. También nosotros le poseemos en este valle de lágrimas, también nosotros le vemos, porque se llama Emmanuel, es decir Dios con nosotros. Pero a nuestra vista se presenta como un débil niño, porque teme asustarnos con el brillo de su gloria. No obstante eso, no dejes de infundir confianza en nuestros corazones que se ven alguna vez atormentados por la idea de que ese dulce Salvador ha de ser un día juez riguroso. La vista de lo que tú hiciste y padeciste en su servicio nos emociona a quienes estamos tan vacíos de buenas obras, y tan olvidados de los derechos de ese Señor. Haz que tus ejemplos no pasen en vano delante de nuestros ojos. Ha venido a predicarnos la sencillez infantil, esa sencillez que nace de la humildad y de la confianza, esa sencillez que a ti te hizo afrontar tantos tormentos sin flaquear, y con ánimo tranquilo.

Haznos dóciles para escuchar la voz de Dios que nos habla con sus ejemplos; haznos tranquilos y alegres en el cumplimiento de su voluntad, y entregados únicamente a su beneplácito.

Ruega por todos los cristianos, porque todos están llamados a luchar contra el mundo y las pasiones de su propio corazón. Todos somos invitados a la palma, a la corona, a la victoria. Jesús no ha de admitir sino a los vencedores, al banquete de la gloria eterna, a aquella mesa en que, según su promesa, ha de beber con nosotros el vino nuevo, en el reino de su Padre. La túnica nupcial necesaria para poder entrar allí, debe estar teñida en la sangre del Cordero; todos debemos ser mártires, si no de hecho, al menos de deseo: porque poca cosa es haber vencido a los verdugos, si no se ha vencido uno a sí mismo.

Asiste con tu ayuda a los nuevos mártires que también hoy derraman su sangre, para que sean dignos de los tiempos que te dieron a la Iglesia. Y ya que la piedad de los pueblos te honra como a protector de los viñedos, bendice esa parte de la creación que el Señor destinó para uso del hombre, y de la cual ha querido servirse como instrumento para el más excelso de los misterios y uno de los más emocionantes símbolos de su amor para con nosotros.

Hoy también honra la Iglesia la memoria del santo monje persa Anastasio, que padeció martirio entre el 626 y el 628. Al apoderarse Cosroes de Jerusalén, llevóse a Persia el madero de la verdadera Cruz, más tarde recuperado por Heraclio. La vista del sagrado madero despertó en Anastasio, todavía pagano, el deseo de conocer la religión, de la que era trofeo. Renunció a la superstición persa, y abrazó el cristianismo y la vida monástica. Este paso dado y su ardor de neófito, levantó contra él, el resentimiento de los paganos, los cuales, después de espantosos tormentos, cortaron la cabeza al soldado de Cristo. Su cuerpo fue trasladado a Constantinopla, y de allí a Roma, donde descansa con honor. Dos célebres iglesias de esta capital, una dentro de la ciudad y otra fuera de sus muros, están dedicadas a San Vicente y a San Anastasio, porque los dos grandes mártires padecieron el mismo día, aunque en épocas distintas. Ese es el motivo que movió a la Iglesia a juntar las dos fiestas en una sola. Roguemos a este nuevo atleta de Cristo que nos sea propicio, y que nos encomiende al Señor cuya cruz amó tanto.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico