Santa Inés, Virgen y Mártir

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Gloria Imperecedera de la Iglesia católica, única que posee en su seno el don de la virginidad, origen de todas las grandezas, porque nace exclusivamente del amor. Honor sublime de la Roma cristiana el haber engendrado a Inés, ángel terreno, ante cuya presencia palidecen aquellas antiguas Vestales, cuya virginidad colmada de favores y riquezas, no sufrió nunca la prueba del hierro ni del fuego.

¿Existe alguna fama que se pueda comparar con la de esta joven, cuyo nombre se leerá hasta el fin del mundo en el Canon de la Misa?

¡Cuán dulce y fuerte es el amor de tu Esposo Jesús, oh Inés! ¡De qué manera se apodera de los corazones inocentes, para transformarlos en corazones intrépidos! ¿Qué te importaba a ti el mundo y sus goces, el suplicio y sus tormentos? ¿Qué tenías que temer de la espantosa prueba a que te sometió la crueldad del perseguidor? La hoguera, la espada no significaban nada para ti; tu amor te decía bien alto, que ninguna violencia humana sería capaz de arrebatarte el corazón de tu divino Esposo; tenías su palabra y conocías muy bien su fidelidad.

¡Oh niña, purísima en medio del cenagal de Roma, libre en medio de un pueblo esclavo! ¡Qué bien se manifiestan en ti las virtudes del Emmanuel! Él es Cordero, y tú eres sencilla como Él; es el León de la tribu de Judá, y como Él eres tú invencible. ¿Cuál es, por tanto, esa nueva raza bajada del cielo que va a poblar la tierra? ¡Oh! ¡Cuántos siglos ha de durar la vida de esa familia cristiana nacida de los Mártires y que cuenta entre sus antepasados, héroes tan valientes, vírgenes y niños al lado de pontífices y guerreros, inflamados todos de un ardor celestial y que no pretendiendo otra cosa que salir de este mundo, después de haber depositado en él la semilla de las virtudes! de esta manera ha llegado a nosotros los ejemplos de Jesucristo por la cadena de sus Mártires. De suyo eran tan frágiles como nosotros; tenían que vencer las costumbres paganas que habían viciado la sangre de la humanidad, y no obstante eso, fueron fuertes y puros.

Vuelve a nosotros tus ojos, oh Inés, y ampáranos. El amor de Cristo languidece en nuestros corazones. Tus luchas nos conmueven; hasta lloramos al oír contar tu heroísmo, pero somos débiles contra el mundo y los sentidos.

Enervados por el ansia de comodidades y por una absurda atención a eso que llamamos sensibilidad, no tenemos valor frente al deber. ¿No es verdad que la santidad no es comprendida? Causa extrañeza y escandaliza; la consideramos imprudente y exagerada. Y sin embargo de eso, oh Virgen de Cristo, ahí estás tú, con tus renuncias, con tu fervor celestial, con tu sed de padecer que te lleva a Cristo. Ruega por nosotros, pecadores; crea en nosotros el sentimiento de un amor generoso y activo. Cierto que existen almas valerosas que te siguen; pero son pocas; auméntalas con tu intercesión para que el Cordero pueda tener en el cielo un cortejo numeroso.

Te presentas a nosotros, oh Virgen inocente, en los días en que nos acercamos a la cuna del divino Niño. ¿Quién sería capaz de expresar las caricias que tú le dedicas, y las que de Él recibes? Deja también que se acerquen los pecadores a ese Cordero que viene a redimirles; recomiéndales tú misma a ese Jesús que tanto amaste siempre. Condúcenos a María, la tierna y pura oveja que nos dio al Salvador. Tú que eres un fiel reflejo del suave brillo de su virginidad, alcánzanos de ella una de esas miradas suyas que hacen puros los corazones.

Ruega, oh Inés, por la Santa Iglesia, que es también la Esposa de Jesús. Ella fue la que te hizo nacer a su amor; de ella tenemos también nosotros la luz y la vida. Haz que sea cada vez más fecunda en vírgenes fieles. Ampara a Roma, donde tu sepulcro es tan glorioso. Bendice a los Prelados de la Iglesia: pide para ellos la dulzura del cordero, la solidez de la roca y el celo del buen Pastor por la oveja perdida. Ayuda, por fin, a todos cuantos te invocan; enciéndase tu amor hacia los hombres en la hoguera que abrasa al Sagrado Corazón de Jesús.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico