Frecuentemos el Catecismo

Publicado por: Servus Cordis Iesu

En su constitución Etsi minime, Nuestro predecesor Benedicto XIV dispone el doble ministerio, a saber: la predicación, que habitualmente se llama explicación del Evangelio, y la enseñanza de la doctrina cristiana. Acaso no falten sacerdotes que, deseosos de ahorrarse trabajo, crean que con las homilías satisfacen la obligación de enseñar el Catecismo. Quienquiera que reflexione, descubrirá lo erróneo de esta opinión; porque la predicación del Evangelio está destinada a los que ya poseen los elementos de la fe. Es el pan, que debe darse a los adultos. Mas por lo contrario, la enseñanza del Catecismo es aquella leche, que el apóstol San Pedro quería que todos los fieles habían de desear sinceramente, como los niños recién nacidos. El oficio, pues, del catequista consiste en elegir alguna verdad relativa a la fe y a las costumbres cristianas, y explicarla en todos sus aspectos. Y, como el fin de la enseñanza es la perfección de la vida, el catequista ha de comparar lo que Dios manda obrar y lo que los hombres hacen realmente; después de lo cual, y sacando oportunamente algún ejemplo de la Sagrada Escritura, de la historia de la Iglesia o de las vidas de los Santos, ha de aconsejar a sus oyentes, como si la señalara con el dedo, la norma a que deben ajustar la vida, y terminará exhortando a los presentes a huir de los vicios y a practicar la virtud.

No ignoramos, en verdad, que este método de enseñar la doctrina cristiana no es grato a muchos, que lo estiman en poco y acaso impropio para conseguir alabanza popular; pero Nos declaramos que semejante juicio pertenece a los que se dejan llevar de la ligereza más que de la verdad. Ciertamente no reprobamos a los oradores sagrados que, movidos por sincero deseo de gloria divina, se emplean en la defensa de la fe o en hacer el panegírico de los Santos; pero su labor requiere otra preliminar -la de los catequistas- pues, faltando ésta, no hay fundamento, y en vano se fatigan los que edifican la casa. Harto frecuente es que floridos discursos, recibidos con el aplauso de numeroso auditorio, sólo sirvan para halagar el oído, no para conmover las almas.

El mismo juicio ha de formarse de aquellos sacerdotes que, por mejor exponer las verdades de la religión, publican eruditos volúmenes; son dignos, ciertamente, de copiosa alabanza. Mas ¿cuántos son los que consultan obras de esa índole y sacan de ellas el fruto correspondiente a la labor y a los deseos de sus autores? Pero la enseñanza de la doctrina cristiana, bien hecha, jamás deja de aprovechar a los que la escuchan.

Conviene repetir -para inflamar el celo de los ministros del Señor- que ya es crecidísimo, y aumenta cada día más, el número de los que todo lo ignoran en materia de religión, o que sólo tienen un conocimiento tan imperfecto de Dios, de la fe cristiana que, en plena luz de verdad católica, les permite vivir como paganos. ¡Ay! Cuán grande es el número, no diremos de niños, pero de adultos y aun ancianos que ignoran absolutamente los principales misterios de la fe, y que, al oír el nombre de Cristo, responden: ¿Quién es… para que yo crea en él? De ahí el que tengan por lícito forjar y mantener odios contra el prójimo, hacer contratos inicuos, explotar negocios infames, hacer préstamos usurarios y cometer otras maldades semejantes. De ahí que, ignorantes de la ley de Cristo -que no sólo prohíbe toda acción torpe, sino el pensamiento voluntario y el deseo de ella- muchos que, sea por lo que quiera, casi se abstienen de los placeres vergonzosos, alimentan sus almas, que carecen de principios religiosos, con los pensamientos más perversos, y hacen el número de sus iniquidades mayor que el de los cabellos de su cabeza. Y ha de repetirse que estos vicios no se hallan solamente entre la gente pobre del campo y de las clases bajas, sino también, y acaso con más frecuencia, entre gentes de superior categoría, incluso entre los que se envanecen de su saber, y, apoyados en una vana erudición, pretenden burlarse de la religión y blasfemar de todo lo que no conocen.

Si es cosa vana esperar cosecha en tierra no sembrada, ¿cómo esperar generaciones adornadas de buenas obras, si oportunamente no fueron instruidas en la doctrina cristiana? De donde justamente concluimos que, si la fe languidece en nuestros días hasta parecer casi muerta en una gran mayoría, es que se ha cumplido descuidadamente, o se ha omitido del todo, la obligación de enseñar las verdades contenidas en el Catecismo. Inútil sería decir, como excusa, que la fe es dada gratuitamente y conferida a cada uno en el bautismo. Porque, ciertamente, los bautizados en Jesucristo, fuimos enriquecidos con el hábito de la fe, mas esta divina semilla no llega a crecer y echar grandes ramas, abandonada a sí misma y como por nativa virtud. Tiene el hombre, desde que nace, facultad de entender; mas esta facultad necesita de la palabra materna para convertirse en acto, como suele decirse. También el hombre cristiano, al renacer por el agua y el Espíritu Santo, trae como en germen la fe; pero necesita la enseñanza de la Iglesia para que esa fe pueda nutrirse, crecer y dar fruto.

Fuente: San Pío X, Encíclica Acerbo nimis