Publicado por: Servus Cordis Iesu
Como antes dijimos, la Misa celebrada devotamente inspira devoción a cuántos la oyen, en cambio, cuando se la celebra atropelladamente consigue que se pierda la devoción y casi la fe. Cierto religioso, muy digno de fe, me refirió un caso impresionante a este respecto. Había en Roma un hereje resuelto a abjurar, como lo había prometido al Sumo Pontífice Clemente XI. Pero después que vio en cierta iglesia celebrar la Misa sin devoción, se escandalizó hasta el punto de que fue al Papa y le anunció que ya no quería abjurar, porque estaba persuadido de que ni los sacerdotes ni el Papa creían en los dogmas de la Iglesia Católica. El Papa le respondió que por la falta de devoción de un sacerdote o de muchos sacerdotes descuidados no se podían poner en tela de juicio las verdades de fe enseñadas por la Iglesia. A lo que respondió el hereje: “Si yo fuese Papa y supiera que había un sacerdote que celebrase con tamaña irreverencia, lo haría quemar vivo. Como veo que hay en Roma sacerdotes que celebran tan indignamente, y hasta en presencia del Papa y no se les castiga, me he persuadido de que ni el Papa cree”. Y habiendo dicho esto se despidió y permaneció obstinado en la voluntad de no abjurar.
He de añadir a este propósito que cierto seglar luego de oír una Misa celebrada de esta forma, no pudo menos de decir a un compañero de nuestra Congregación, que me lo ha contado: “A la verdad que estos sacerdotes con tales Misas nos hacen perder la fe”.
Escuchemos las quejas que este lamentable escándalo arranca al piadosísimo Cardenal Belarmino, citado por Benedicto XIV: “Otra cosa muy digna de lágrimas es la negligencia o perversidad de ciertos sacerdotes cuando celebran con tanta irreverencia. Se diría que no creen en la presencia real de la Divina Majestad en la Hostia consagrada. En efecto, hay sacerdotes que celebran sin atención, si fervor, sin respeto, como si no creyesen que Jesucristo está realmente presente en sus manos o pensasen que no les ve”. ¡Pobres sacerdotes! El Padre Juan de Ávila, al oír que cierto sacerdote acababa de morir después de haber celebrado una sola Misa, exclamó: “¡Harto habrá tenido que responder a Dios por esa Misa!”. ¿Que no hubiera dicho de los sacerdotes que la celebran durante treinta o cuarenta años escandalosamente?
No acierto a comprender cómo los párrocos y a quien esto incumbe se forman la conciencia para permitir la celebración en sus iglesias a los sacerdotes que lo hacen con tamaña irreverencia.
Está fuera de duda que los Obispos están obligados a prohibir la celebración, sin acepción de personas, a semejantes sacerdotes. Lo determina el Concilio de Trento al hablar de la Misa: “Decreta el Santo Sínodo que los Ordinarios de los lugares han de cuidar diligentemente y están obligados a impedir todos estos abusos, resultado de una irreverencia tan rayana en la impiedad que apenas si se puede distinguir de ella”.
La causa de todo éste mal son los sacerdotes. “A vosotros sacerdotes, menospreciadores de mi Nombre. Pero diréis: ¿En qué hemos menospreciado tu Nombre? Ofreciendo sobre mi altar comida mancillada” (Malaquías 1, 6-7).
Esto equivale a decir que el poco caso que hacen los fieles de la Misa, nace del poco caso que los sacerdotes hacen de la reverencia que se le debe.
En consecuencia, queridos sacerdotes, procuren celebrar como se debe, sin temor de que por ello se los censure, les basta merecer la aprobación de Dios y la de los ángeles que rodean el altar. Consideremos la gran obra que vamos a ejecutar cuando nos dirigimos a celebrar y el gran tesoro de méritos que adquiriremos al celebrar devotamente. ¡Cuánto bien reporta al sacerdote una Misa celebrada con devoción!
Si la oración de los fieles es atendida más pronto por Dios cuando se hace en presencia del sacerdote que celebra, ¡con cuánta mayor razón será oída la oración del propio sacerdote cuando celebra con devoción!
Al sacerdote que celebra diariamente con devoción, Dios le dará siempre nuevas luces y nuevas fuerzas. Jesucristo lo iluminará siempre más, lo consolará, lo animará y le concederá cuantas gracias deseare.
Por último, hablando del respeto que se debe a Jesucristo que se sacrifica en la Misa, no puedo menos de recordar este mandato del Papa Inocencio III: Ordenamos que los oratorios, los vasos sagrados, los ornamentos sacerdotales, se hallen en buen estado y brillen por su limpieza; pues sería absurdo tolerar en el santuario manchas que no se tolerarían en ninguna otra parte. Este Papa tenía toda la razón del mundo para hablar así, porque a la verdad hay sacerdotes que no se avergüenzan de celebrar o de permitir que otro celebre con corporales, purificadores y cálices de los que se avergonzarían de servirse a la mesa.
Fuente: San Alfonso María de Ligorio, La misa atropellada
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