San Antero, Papa y Mártir

Publicado por: Servus Cordis Iesu

En tiempo en que se hallaba la Iglesia afligida con una de las más crueles persecuciones de los paganos, necesitada de varones sobresalientes en celo, brío y santidad, capaces de oponerse a los poderosos enemigos de la religión cristiana; muerto el sumo Pontífice Ponciano, por universal consentimiento del clero y pueblo romano fue electo para ser su sucesor san Antero, hijo de Rómulo, griego de nación, profesor de la vida eremítica. Era tan distinguido por su santidad, que desde el retiro del desierto llegó la fama de su virtud a la capital del orbe cristiano; bien persuadidos de que un héroe adornado con tan relevantes cualidades era muy a propósito para sostener y defender el rebaño de Jesucristo en tiempo de la tempestad deshecha que sufrían los cristianos por la sangrienta persecución que suscitó contra ellos el emperador Maximino. Colocado en la cátedra apostólica nuestro Santo, acreditó el mérito de su elección, y justificó con pruebas prácticas el alto concepto de santidad y virtud que de su persona había formado la Iglesia romana, que lloró amargamente la brevedad de su pontificado.

En el corto espacio de su duración, penetrado del más vivo dolor al ver su rebaño disperso, afligido y atribulado por la vehemencia de la persecución, que ni le permitía una leve tregua para su descanso, ni que con quietud pudiera dedicarse a los cultos sagrados (sin embargo de las cautelas tomadas por los fieles en aquellas lamentables edades), aplicó su vigilante cuidado en conservar el sagrado depósito de la fe en la misma pureza que los príncipes de los Apóstoles la habían enseñado. A costa de incesantes desvelos y trabajos, surtía a su grey amada con los saludables pastos que necesitaba en aquellas deplorables circunstancias; la reunía en los cementerios y catacumbas para que pudiesen celebrar los oficios divinos, e implorar la asistencia de Dios en tan deshechas tempestades. Consolaba a los fieles con amor paternal en los fracasos, exhortándolos a que en caso necesario testificasen su fe a costa de la sangre; y deseoso de que en los tiempos futuros se conservase la memoria de los hechos laudables de los héroes que padecían por Jesucristo, dispuso que los notarios asignados para escribirlos los custodiasen en los archivos apostólicos con la mayor cautela y recato, mediante a que en su tiempo murieron innumerables mártires con motivo de la terrible persecución de Maximino.

No menos celoso en conservar la disciplina eclesiástica, se dedicó a restablecer las pérdidas que padeció con las turbaciones de una persecución tan cruel y dilatada.

A una vida tan ejemplar, acompañada de las virtudes más heroicas, y a un celo tan fervoroso y tan digno de los más santos sucesores de san Pedro, era muy correspondiente que se siguiese la gloria del martirio para coronar sus apostólicos trabajos. Logróla en fin; porque entendido el Emperador de sus progresos en favor de la religión cristiana, y de que alentaba como celoso pastor a los fieles a despreciar sus edictos, reputándole por uno de los más formidables enemigos de sus dioses; después de haber probado su invencible fortaleza por medio de promesas y terribles amenazas, le condenó a muerte, logrando por ella el triunfo, que tanto tiempo deseaba con vivas ansias, en el día 3 de enero del año 229. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de Calixto, y trasladado después a la iglesia de San Silvestre, sita en el campo Marcio.

Fuente: P. Jean Croisset, El año cristiano