Santos Apóstoles Pedro y Pablo

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Pedro, simple hijo de Adán, y, con todo eso, verdadero Sumo Pontífice, avanza llevando el mundo: su sacrificio va a completar el de Jesucristo, que le invistió con su grandeza; la Iglesia, inseparable de su Cabeza visible, le reviste también con su gloria. Por la virtud de esta nueva cruz que se levanta, Roma se hace hoy la ciudad santa. Mientras Sión queda maldita por haber crucificado un día a su Salvador, Roma podrá rechazar al Hombre-Dios, derramar su sangre en sus mártires: ningún crimen de Roma prevalecerá sobre el gran hecho que ahora se realiza; la cruz de Pedro le ha traspasado todos los derechos de la de Jesús. 

Siendo tal la significación de este día, no es de maravillar que el Señor la haya querido aumentar aún más, añadiendo el martirio del Apóstol Pablo al sacrificio de Simón Pedro. Pablo, más que nadie, había prometido con sus predicaciones la edificación del cuerpo de Cristo; si hoy la Iglesia ha llegado a este completo desenvolvimiento que la permite ofrecerse en su Cabeza como hostia de suavísimo olor, ¿quién mejor que él merecía completar la oblación? Habiendo llegado la edad perfecta de la Esposa, ha acabado también su obra. Inseparable de Pedro en los trabajos por la fe y el amor, le acompaña del mismo modo en la muerte; los dos dejan a la tierra alegrarse en las bodas divinas selladas con su sangre, y suben juntos a la mansión eterna, donde se completa la unión.

¡Oh Pedro, saludamos el glorioso sepulcro donde descansas! A nosotros, hijos de este Occidente, que quisiste elegir, a nosotros toca, antes que a todos, celebrar con amor y fe las glorias de este día. Sobre ti debemos edificar; porque queremos ser los habitantes de la ciudad santa. Seguiremos el consejo del Señor edificando sobre roca nuestras construcciones terrenas, para que resistan a la tempestad y puedan ser mansión eterna. ¡Cuán grande es para contigo, que te dignas sostenernos así, nuestro agradecimiento, sobre todo en este siglo insensato, que, pretendiendo construir de nuevo el edificio social, ha querido edificarlo sobre la arena inconsistente de las opiniones humanas, y no ha hecho sino multiplicar las miserias y las ruinas! ¿Acaso no es la piedra angular la que han desechado los arquitectos modernos? ¿Y no se revela su virtud en que, al desecharla, chocan contra ella y se estrellan?

Ya que la eterna Sabiduría, oh Pedro, edifica su casa sobre ti, ¿en qué otra parte podremos hallarla? De Jesús, subido a los cielos, es de quien tienes palabras de vida eterna. En ti se continúa el misterio de Dios hecho hombre y que vive entre nosotros. Nuestra religión, nuestro amor al Emmanuel, son incompletos si no llegan hasta ti. Si el Señor dijo: “Nadie va al Padre, sino por Mí”, sabemos que nadie llega al Señor, sino por ti. ¿Cómo los derechos del Hijo de Dios, Pastor y Obispo de nuestras almas pueden padecer menoscabo en estos homenajes de la tierra agradecida? No podemos celebrar tus grandezas, sin que al momento, dirigiendo nuestros pensamientos a Aquel de quien tú eres como el signo sensible, como un augusto sacramento, tú no nos digas, así como a nuestros padres, por la inscripción de tu antigua estatua: Contemplad al Dios Verbo, piedra divinamente tallada en oro, sobre la cual estando asentado, no soy conmovido.

Oh Pablo, se consumó tu obra; habiéndolo dado todo, te diste por añadidura a ti mismo. La espada, al cortar tu cabeza, completa, como lo predijiste, el triunfo de Cristo. ¡Gloria a ti, oh Apóstol, ahora y siempre! La eternidad no podrá extinguir en nosotros, las naciones, los sentimientos de gratitud. Acaba tu obra en cada uno de nosotros por estos siglos sin fin; no permitas que por deserción de ninguno de los que el Señor llamó para completar su cuerpo místico, la Iglesia se vea privada de uno solo de los acrecentamientos que podía esperar. Sostén el ánimo de todos aquellos predicadores de la palabra divina, que, con la pluma o con un título cualquiera, continúan tu obra de luz. Danos apóstoles valientes, que arrojen sin tregua de nuestra tierra las tinieblas. Prometiste permanecer con nosotros, velar siempre por el progreso de la fe en nuestras almas: haz germinar en ellas las purísimas delicias de la unión divina. Cumple tu promesa. Al ir a Jesús, no retires tu palabra empeñada de aquellos que, como nosotros, no te conocieron en esta tierra. Porque a ellos en una de tus Epístolas inmortales les prometiste “consolar sus corazones, uniéndolos con el amor, infundiendo en ellos con su plenitud y sus riquezas inmensas el conocimiento del misterio de Dios-Padre y de Jesucristo, en el que se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia”.

Fuente: Dom Prospero Guéranger, El Año Litúrgico