Todos los santos han recorrido el Vía Crucis

Publicado por: Servus Cordis Iesu

Ningún santo ha subido al cielo sobre una alfombra de flores, llevando sobre la cabeza la corona de la gloria terrena, con la sonrisa y la alegría. Todos han hecho su propio Vía crucis, con la corona de espinas en su cabeza, en medio de muchas aflicciones, trabajos y fatigas. Felices, ciertamente, porque tocados por la gracia divina gozaron de momentos de gloria celeste, sintiendo a su lado a Cristo crucificado, sintiéndolo soportar con ellos el peso de la cruz, sintiéndose abrasar en el amor de su corazón, divisando ante de sí, entre nieblas, el futuro, la gloria y la felicidad, la gloria sin fin. No conocieron la fortuna en la tierra, más bien estuvieron alejados de ella, se defendieron de ella, huyeron de ella cuando salía a su encuentro, temblaron ante ella más que ante la cruz, y a la cruz tendieron sus manos como hacia un puerto de salvación.

Una vez escogido el camino de la cruz no quisieron abandonarlo jamás. Y Dios, que conocía a la perfección el camino del sufrimiento, no fue parco con ellos a la hora de proporcionarles cruces. Cuando nuestro divino Salvador habló una vez a los discípulos de la muerte atroz que le esperaba, san Pedro, en un exceso de amor, con el dolor en el corazón, rechazó el pensamiento de los sufrimientos del Maestro diciendo: ¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte. El Señor se volvió y dijo a Pedro: ¡Aléjate de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios. El que piensa como Dios no rechaza la cruz, no se queja de ella, sabiendo que ella es la única esperanza, el único camino para ir al cielo, el único medio de santificación, la fuente de toda gracia, el modo de conquistar el máximo grado de gloria celestial. Satanás engaña a sus víctimas con la felicidad mundana, ofrece un cáliz de placeres benéficos; Dios, a cambio, ofrece la cruz, depositaria de grandes tesoros y alegrías espirituales, de la felicidad eterna. A los santos agradó acogerla y no quisieron separarse de ella. Vivieron, murieron con ella, sobre ella.

Las penas, las batallas, las tentaciones, los momentos de aridez espiritual, las persecuciones, el hambre, la indigencia, las contrariedades de todo tipo fueron su pan cotidiano. Por la arena del desierto, bajo un sol ardiente, entre rocas y despeñaderos, entre las emboscadas del enemigo y muchos otros peligros, caminaron siempre hacia Dios, siempre con perseverancia y fidelidad, sin pararse a mirar hacia atrás; sin murmurar contra Dios por la falta de consuelos temporales, sin lamentarse del camino escogido, siempre serenos, confiados, animosos, sin miedo.

Los santos, que antes que nosotros soportaron tales aflicciones, son ahora felices: Dios ha secado sus lágrimas, ha aliviado sus sufrimientos, los ha revestido con la diadema de gloria, con la palma del martirio; se les ha manifestado cara a cara; todas aquellas lágrimas, todos aquellos dolores, constituyen ahora el adorno de sus vestiduras reales, su corona de embellecimiento. ¿Y por qué? Porque ellos perseveraron. El Señor Jesús ha dicho: Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y Yo preparo para vosotros el reino.

La perseverancia es la gracia de todas las gracias, lo es todo, es el valor más importante; sin ella no hubieran llegado a ningún punto todas sus santas obras; sin ella resulta vano todo esfuerzo. Y dos son, sobre todo, las cosas necesarias para perseverar: una fe robusta y viva, y la capacidad de obrar según la fe nos pide.

Fuente: De los Escritos de Fray Honorato de Biala, presbítero