Haced de este Corazón el Rey de vuestra casa

Publicado por: Servus Cordis Iesu

¡Queridos hijos e hijas, volveos al Sagrado Corazón de Jesús, consagraos a Él enteramente, y vivid en la serenidad y en la confianza!

No hay duda de que, si se quiere salir de modo durable de la crisis actual, será preciso reedificar la sociedad sobre bases menos frágiles, es decir, más conformes a la moral de Cristo, fuente primera de toda verdadera civilización. No es menos cierto que, si se quiere conseguir tal fin, hará falta comenzar por hacer de nuevo cristianas a las familias, muchas de las cuales han olvidado la práctica del Evangelio, la caridad que requiere y la paz que trae.

San Agustín escribía que la familia debe ser el elemento inicial y como una célula de la ciudad. Y como toda parte está enderezada al fin y a la integridad del todo, deducía de ahí que la paz en el hogar doméstico, entre quien manda y quien obedece, ayuda a la concordia entre los ciudadanos. Bien lo saben los que, para expulsar a Dios de la sociedad y lanzarla en el desorden, se esfuerzan por quitar a la familia el respeto y hasta el recuerdo de las leyes divinas, exaltando el divorcio y la unión libre, poniendo trabas al papel providencial confiado a los padres con respecto a sus hijos, infundiendo en los esposos el temor de las fatigas materiales y de las responsabilidades morales que lleva consigo el glorioso peso de una prole numerosa. Contra semejantes peligros deseamos prevenirnos, recomendándoos que os consagréis al Corazón Santísimo de Jesús.

La imagen del Divino Corazón, rodeado de llamas, coronado de espinas, abierto por la lanza, recuerda hasta qué punto amó Jesús a los hombres y se sacrificó por ellos, es decir, según sus propias palabras “hasta agotarse y consumirse”. Además, el lamento del Salvador por la infidelidad y las ingratitudes de los hombres imprime a esta devoción un carácter esencial de penitencia expiadora. Nuestro gran predecesor Pío XI la aclaró admirablemente en su encíclica “Miserentissimus Redemptor”, y en la oración litúrgica de la fiesta del Sagrado Corazón, donde se dice que al devoto obsequio de nuestra piedad debe añadirse una digna satisfacción por nuestros pecados. Estos dos elementos hacen a la devoción del Sagrado Corazón eminentemente apta para restablecer el orden quebrantado, y con esto para preparar y promover el retorno de la paz. La grande obra de Cristo, o, para hablar con San Pablo la obra que Dios hizo en Él, era reconciliar consigo al mundo, y la sangre, cuyas últimas gotas brotaron del Corazón de Jesús sobre la cruz, es el sello de la nueva Alianza que reanuda los vínculos de amor entre Dios y el hombre, rotos por el pecado original.

Haced, pues, de este Corazón el rey de vuestra casa, y estableceréis en ella la paz. Tanto más cuanto que Él mismo, renovando y determinando las bendiciones de su Padre celestial hacia las familias fieles, prometió hacer reinar la paz en aquéllas que le fueran consagradas.

¡Oh, si todos los hombres escuchasen esta invitación y esta promesa! Dos gloriosos predecesores nuestros, León XIII y Pío XI, como padres comunes de la cristiandad y guías inspirados del género humano sobre este mundo, lo consagraron solemnemente, es verdad, al Corazón de Jesús. Pero ¡cuántas almas ignoran todavía, cuántas hasta desprecian el manantial de gracia que les ha sido abierto y les es tan fácilmente accesible! Ah, no seáis vosotros de aquellos negligentes o necios, que dejan cerradas al Rey de amor las puertas de su hogar, de su ciudad, de su nación, y retrasan con eso mismo el día en que el mundo, pacificado, vuelva a encontrar la verdadera felicidad. ¿Cerraríais acaso vuestra ventana, si vierais volar ante ella, como Noé ante el Arca, la paloma con el ramo de olivo? Pues lo que promete y trae el Sagrado Corazón, es más que un símbolo, es la realidad de la paz. Jesús os pide únicamente que le deis sinceramente vuestro corazón: tal es la verdadera consagración. Tened la valentía de hacerla, y aprenderéis por experiencia que Dios no se deja nunca vencer en generosidad.

Sean las que fueren, hoy o mañana, las dificultades de la vida en torno a vosotros, no experimentaréis ya aquellos desalientos y aquellas tristezas que conducen al abatimiento; porque desalentarse es faltar el corazón; pero vosotros tendréis, en lugar de un débil corazón humano, un corazón conforme al de Dios mismo. Entonces veréis realizarse en vuestra familia, en vuestra patria, en la cristiandad y en la humanidad entera, la promesa del Señor al profeta Jeremías: “Yo les daré un corazón para conocerme… y ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, porque volverán a mí con todo su corazón”.

Fuente: S.S. Pío XII, Discurso del 26 de junio de 1940