El Santo de la Dulzura

Posted by: Lotario de Segni

San Francisco de Sales 01 (02)

La dulzura resume en algún modo la vida de San Francisco de Sales, siendo esta virtud la que constituyó su carácter distintivo. Si hizo tan grandes cosas fue por el imperio de su dulzura; si convirtió a tantos pecadores y herejes, si elevó a la perfección a tantas almas justas, consoló a tantos corazones afligidos, fue por la unción de su dulzura; si, en fin, los libros que compuso produjeron y siguen produciendo aún tantos frutos en la Iglesia, es porque la dulzura se manifiesta en sus páginas y parece haber escrito ella misma todos sus renglones.

Sin embargo, la dulzura no le era innata, si puede decirse así, siendo su temperamento muy sanguíneo, impaciente, colérico, y diciéndonos él mismo que, siendo obispo, se dejó una vez llevar de su carácter:
“no se debe nunca, escribe en su carta 62 sobre la predicación, manifestar cólera predicando, como lo hice el día de Nuestra Señora, cuando tocaron antes que hubiese acabado, lo cual fue, sin duda, una de mis muchas faltas”.

Pero a fuerza de exámenes de conciencia, continuados por espacio de veintidós años; a fuerza de vigilancias, de combates y victorias sobre sí mismo; a fuerza, como él decía, de
“tomar su cólera por el cuello, de ahogarla y pisarla a sus pies”, logró dominar su genio, hasta llegar a ser, como Moisés, el más dulce de los hombres de su tiempo.

No tenía esa dulzura falsa de la política mundana; sino otra dulzura, verdadera e ingenua, que parte del corazón, y es como la flor de la caridad: esa dulzura que es buena porque ama, que llena el alma de ternura, de indulgencia y de misericordia, y que transmite al exterior una gracia sencilla y sin violencia, un aire de cordialidad sabiamente templado, fruto de un santo afecto.

No era tampoco esa reserva tímida y cortada, que no se disgusta porque no se atreve, y menos aún esa apática indiferencia que no se altera por nada, porque no siente nada; que no aborrece, porque no ama, y que siempre cede porque todo le es igual; sino una dulzura llena de alma y sentimiento, pero al mismo tiempo acompañada de modestia y gravedad, que descendía rara vez a las caricias; porque, según él decía,
“no se debe usar con frecuencia de caricias, ni decir a cada paso palabras melosas, arrojándolas a puñados sobre el primero que se encuentra”. Era, en fin, una dulzura noble, digna y majestuosa que llenaba, a los que eran testigos, de un espíritu religioso en el que el respeto y el amor tenían igual parte.

Esta virtud se manifestaba en su exterior por una benignidad de rostro, una afabilidad de maneras y una suavidad de lenguaje, que tornaba agradable todo lo que hacía o decía. Era tal esta dulzura que hacía exclamar a San Vicente de Paúl:
“Oh, Dios mío, si el obispo de Ginebra es tan bueno, cuánto debéis serlo vos”.