Las Misas del Padre Walter Ciszek

Posted by: Ioseph

Ciszek, P. Walter 01 (01)

El padre Ciszek, norteamericano, fue de misionero voluntario a Rusia durante la segunda guerra mundial, pero lo tomaron prisionero y pasó cinco años preso en la famosa cárcel Lubianka de Moscú, y otros diez en campos de trabajos forzados en Siberia, trabajando en las minas de carbón en medio de un frío extremo en invierno y con un hambre terrible. Pero pudo sobrevivir, a pesar de que, en varias ocasiones, tuvo gravísimos accidentes de trabajo o pudo salvarse de las revueltas de los campos, reprimidas sangrientamente por el ejército.
En su libro “
With God in Russia”, traducido al español como “Espía del Vaticano”, va narrando cómo confiaba siempre en la providencia de Dios para salvarse de las más difíciles situaciones y cómo rezaba todos los días el rosario, procurando hacer algunos momentos de oración. Dice:

Durante los cinco años, que estuve en la Lubianka (prisión de Moscú), creció mi convicción de que todo lo que sucedía era voluntad de Dios y que Él me protegía. En el campo de trabajos forzados número 5, volví a celebrar la misa que no había podido celebrar desde los tiempos de Dubinka… Era en un taller, ante las mismas barbas del comandante. Disponía, entonces, de un pequeño cáliz y una patena de níquel, que había hecho uno de los presos; el vino era de uvas, que sacaban de no sé dónde, y el pan lo cocían especialmente algunos estonianos católicos, que trabajaban en la cocina… Era peligroso que asistiesen muchos por el riesgo de llamar la atención; pero, a medida que corrió la voz, ya eran más los que deseaban asistir a la misa. Al cabo de cierto tiempo, el padre Casper y yo fuimos más atrevidos y empecé a celebrar la misa en uno de los barracones, donde la mayoría eran polacos y lituanos y el brigada tenía sentimientos religiosos… Me cambiaron de alojamiento y mis antiguos feligreses venían a mi nuevo alojamiento por la noche y, entre juegos de cartas y dominó, confundidos entre las conversaciones de los demás, los confesaba y les daba la comunión.

Luego, salía a dar una vuelta como para distraerme y lo que hacía era confesar a uno o a varios mientras paseábamos. Si había muchas confesiones o tenía que dar algunas comuniones, conveníamos encontrarnos a la mañana siguiente temprano en algún sitio del campo, como por casualidad, en grupos de dos o tres, y así podíamos llevar a cabo lo que nos proponíamos. Otras veces, daba la comunión por la noche, después de la misa, y era lo que yo prefería, pues se corría el riesgo de perder los santos sacramentos en un registro nocturno… Después, cambiamos de táctica yendo a barracas distintas a celebrar la misa y así evitábamos sospechas. Celebraba en algún barracón donde el jefe de la brigada era amigo y mientras él vigilaba desde la puerta para que no entrase ningún extraño. Los sermones y los consejos los daba paseándonos arriba y abajo como si discutiésemos algún tema de interés general. Incluso, conseguí que algunos hicieran una confesión general cada mes
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Yo sé los sacrificios que hacíamos para celebrar en aquellas condiciones, estando hambrientos. Yo he visto sacerdotes que estaban en ayunas todo el día, trabajar con el estómago vacío para tener la posibilidad de celebrar la misa (en aquel tiempo había que guardar ayuno desde las doce de la noche del día anterior). Yo lo hice con frecuencia. Y, algunas veces, si no podíamos celebrar la misa al mediodía, en el descanso para comer, debíamos esperar hasta la noche. A veces, en verano, debíamos quitarnos tiempo al sueño para levantarnos temprano, antes de ir a trabajar, para celebrar la misa en algún lugar escondido. Vivíamos como en las catacumbas, con nuestras misas secretas.

Si nos descubrían, éramos severamente castigados y siempre había informantes. Pero valía la pena correr todos los riesgos y sacrificios por celebrar la misa. La misa era un tesoro para nosotros. La anhelábamos y hacíamos cualquier sacrificio con tal de poder celebrarla o asistir a ella
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Cuando no podíamos celebrar la misa, teníamos hostias consagradas escondidas para poder, al menos, comulgar cada día y celebrar la misa espiritual sin pan ni vino, recitando todas las oraciones... Pero, por las tardes, cuando los demás estaban jugando cartas o leyendo o charlando, yo y el padre Víctor, como si estuviéramos conversando, celebrábamos la misa de memoria. En algunas oportunidades, podíamos internarnos en el bosque, durante los trabajos, y allí celebrábamos la misa sobre un tronco de árbol. Nunca me olvidaré de aquellas misas celebradas en los bosques de los Urales... ¡Cuánto significaba para nosotros el celebrar la misa y tener el Cuerpo y la Sangre de Jesús con nosotros!

Podíamos sentir sus efectos en la vida diaria. Para nosotros era una necesidad el celebrar la misa... En estas condiciones, la misa nos acercaba a Dios más de lo que nadie podría imaginar. Conscientes de lo que estaba sucediendo, penetraba en nuestra alma el amor de Dios. Y, a pesar de las distracciones causadas por el miedo a ser descubiertos, permanecía en nosotros la alegría que producía el pequeño pedazo de pan y algunas gotas de vino, consagrados en Jesús... Nada ni nadie podría haber hecho profundizar más mi fe que la celebración de la misa... Mi primera preocupación cada día era poder celebrar la misa. Ningún día la dejé de celebrar mientras pude
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Fuente: P. Ángel Peña, OAR, Sacerdote para siempre