Ni Jesús sin la cruz, ni la cruz sin Jesús

Posted by: Ioseph

Exaltación de la Cruz

Hoy, 14 de septiembre, la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, en recuerdo de la recuperación de la cruz en que murió nuestro Señor, obtenida en el año 614 por el emperador Heraclio, quien la rescató de los Persas que la habían robado de Jerusalén.
 
 
La cruz es para el cristiano el más honorífico trofeo, pues en ella Nuestro Señor dio muerte al pecado y al infierno. Pero es mucho más que un mero símbolo recordatorio: es la verdadera “señal del cristiano”, especialmente en su sentido de
dolor redentor.
Podemos observar, sin embargo, cómo en nuestros días cada vez más se intenta desterrar la cruz de todos los ambientes, aun los ambientes católicos. Se pretende presentar un Cristo sin la cruz, un Cristo resucitado sin señales de la pasión, olvidando que “no hay domingo de Pascua sin Viernes Santo”. Pocos son los predicadores que pueden decir con San Pablo:
nosotros predicamos a Cristo crucificado (1 Cor 1, 23).
Esta espiritualidad rebajada, que tanto se ha difundido hoy, choca de frente con aquellas clarísimas palabras de Cristo:
si alguno quiere venir en pos de Mi, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame (Mt 16, 24); quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí (Mt 10, 38), y también: angosta es la puerta y estrecho el camino que lleva a la vida (Mt 7, 14).
Padecer o morir, decía santa Teresa. Y santa Margarita María: Las horas que paso sin padecer me parecen horas perdidas, sólo el dolor hace más soportable mi vida. Este lenguaje es constante en la enseñanza de la Iglesia y de los santos de todos los tiempos. Queda claro, pues, que predicar un Cristo sin la cruz es predicar una doctrina no católica.
Pero San Luis María Grignon de Montfort nos enseña que
Ni Jesús sin la cruz, ni la Cruz sin Jesús. Importa mucho la segunda parte de esta sentencia, pues ocurre a veces que, por huir de ciertas espiritualidades demasiado festivas para este valle de lágrimas, se cae en el error de presentar una cruz despojada de Cristo, un amar el dolor por el dolor mismo. O, sin llegar a tal extremo, se considera como principal el medio -la cruz- perdiendo casi de vista el fin: la unión con Jesucristo, la presencia de Dios en el alma, la eternidad feliz prometida.
No lo han entendido así los santos, quienes nos dan un sublime ejemplo de amor a la cruz, pero a esa cruz
donde está Jesús. El motor de todas sus acciones era su amor incondicional a Cristo, en pos del cual supieron quitar todo aquello que los apartaba de él.
Mostrad a las almas que no tendrán que mortificar más que aquello que entorpece en ellas la vida sobrenatural; que renunciando a ciertos gozos o ciertas aficiones, llegarán a gustar otros más profundos y verdaderos... Decidles, como Jesús mismo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque a ellos pertenece el reino de los cielos”; mas no prediquéis la pobreza sin los gozos que incluso aquí abajo la acompañan (P. Antonin Lhoumeau).
En sus
Letanías de ofrecimiento al Señor, Mons. Canovai pide a Dios que lo envíe al dolor, a la humillación, a la ingratitud, al fracaso exterior, al olvido, a la calumnia, a la soledad, a la oscuridad, a la incomprensión de los demás, al sacrificio: a la cruz. Pero no se entendería este deseo si no es a la luz de esta otra frase suya: la llamada de Jesús se me ha mostrado esencialmente como la llamada a la Cruz. Deseaba el camino doloroso pues sólo él le conducía a la unión con Cristo, a quien amaba sobre todas las cosas. Dice Tomás de Kempis que si existiera otro camino distinto de la Cruz para alcanzar a Dios, Jesús nos lo hubiera revelado.
Pero ¿por qué este camino?
Pues somos pecadores, y todo pecado personal, aun cuando haya sido perdonado, debe ser expiado.
Es una falta de delicadeza sobrenatural en las almas que han ofendido a Dios, escribe D. Columba Marmion, el querer entrar en el estado de unión sin haber cumplido su parte de expiación. San Gregorio Magno se expresa así: Nos alejamos de Dios apegándonos a nosotros mismos y a las criaturas. Para volver a Él debemos adherirnos a Cristo, y a Cristo crucificado; debemos llevar con Él la cruz por la vía de la compunción, de la humildad, de la obediencia, del olvido de nosotros mismos. No nos asombran, pues, aquellas palabras recibidas de Dios que Santa Catalina de Siena nos deja en su Diálogo: Los que están inflamados por la pasión por mi honra, y tienen hambre de la salud de las almas, apresúranse a la mesa de la santa cruz.
 
 
Amemos pues la cruz,
única esperanza (Himno Crux Fidelis). Amemos la cruz que Dios nos envía, no la que a nosotros nos parece. Amemos esa renuncia que es condición necesaria para cumplir la voluntad de Dios. Lo que Dios pide a cada uno no necesariamente consiste en aquello que a uno le desagrada, como si servir a Dios consistiera en hacer siempre lo contrario a lo que me gusta. Pero si conozco que para cumplir en mi vida el plan de Dios debo renunciar a algo que amo, no debo dudar en quitar toda afición que desordenada sea, de modo que todas mis intenciones acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina Majestad (cfr. San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales).
Que María Santísima nos alcance de su divino Hijo la gracia de seguirlo por el camino estrecho de la cruz, de modo que todo lo que hagamos sea para la mayor gloria de Dios y salvación de las almas.