Publicado por: Servus Cordis Iesu
No hemos hecho mención de otros grandes errores que se hallan en los papeles, porque son tan notables, y tan absurdos, y tan claros, que no pueden hacer mucho daño, porque los fieles más sencillos, con la sola instrucción que tienen del Catecismo, los han conocido, rechazado y condenado.
Los males que hoy afligen a la Iglesia no los causan principalmente los grandes incrédulos, los grandes impíos, los grandes perseguidores; la obra de estos imitadores de Lucifer sería, poco menos que estéril, si no los ayudaran los conciliadores, los que llaman intransigencia a la lucha decidida contra el mal, los que sin duda se han olvidado de esta sentencia del Salvador: Quien no está conmigo, está contra mí. Sí; los mayores peligros que corren hoy la verdad y la virtud no los presentan las grandes y escandalosas herejías, sino las falsificaciones de la virtud y la verdad. Cuanto más hábiles son esas falsificaciones, tanto más seducen y tanto más peligrosas.
Se comprende que ciertos hombres quieran y pidan ministros del Altar que sean complacientes, flexibles, prudentes, según la carne, pero es un engaño fatal el de aquellos que creen sacar partido para el bien de la Iglesia cediendo hoy en un poco con sus enemigos, empleando luego un lenguaje incoloro y frases acomodaticias, y más tarde andando ya del brazo con ellos y recibiendo sus aplausos. Evitad esta conducta, por la gloria de Dios, honor vuestro y bien de las almas, y porque, estad seguros, día llegará en que la misma revolución, sagaz como su jefe, se ría y menosprecie a los que la sirvieron o de alguna manera pidieron favor o gracia. Es un error, y error funesto a la Iglesia y a las almas transigir con los enemigos de Jesucristo y andar blandos y complacientes con ellos. Mayores estragos ha hecho en la Iglesia de Dios la cobardía velada de prudencia y moderación, que, los gritos y golpes furiosos de la impiedad. ¿Qué bienes se han conseguido con las blanduras y coqueteos con los enemigos de Jesucristo? ¿Qué males se han evitado, pequeños ni grandes, por esos caminos? No se consigue otra cosa con esa conducta que afianzar el poder de los malos, calmando ¡oh dolor! el santo odio que se debe tener a la herejía y al error; acostumbrando a los fieles a ver esas situaciones de persecución religiosa con cierta indiferencia, y llevándolos hasta el fatalísimo estado de llegar a decir ¡bien estamos así!… ¿Qué guerra, qué mal puede haber para los pueblos mayor que ese mal? ¡A pelear por la defensa de nuestra Religión!… ¡Jesucristo lo quiere!
La herejía no es ya un crimen para muchos católicos, ni el error contra la fe es un pecado. Proclaman la tolerancia universal y consideran como conquistas de la civilización moderna el que no se huya ya del hereje, como antes se hacía, el que anden del brazo católicos y disidentes, y el que se transija con todos y con todo. El mismo Romano Pontífice, según ellos, “puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna”. Esa proposición, que es la 80ª y última del Syllabus, condenada por Pío IX, ha sido reproducida en estos tiempos por los secuaces de las doctrinas que nuestro Santo Padre León XIII ha condenado bajo el nombre genérico de americanismo: “Para atraer más fácilmente hacia la verdad católica a los disidentes, es preciso que la Iglesia se adapte a la civilización de un mundo que ha llegado a la mayor edad, cediendo de su antiguo rigor, mostrándose conciliadora con arreglo a las aspiraciones y exigencias de los pueblos modernos”. Muchos católicos, no sólo practican esa doctrina condenada por la Iglesia, sino que avanzan más. Ceden del antiguo rigor en el trato con los herejes; se muestran con ellos tolerantes; los excusan muchas veces, y sólo tienen recriminaciones contra los eclesiásticos que gritan contra los errores modernos y contra los seglares que reivindican con ardor los derechos de la verdad, levantan denodados la bandera de la fe y luchan valerosos contra los que la pisotean a todas horas.
“¿Por qué, pues, no hemos de ceder en algo?” Así hablan ciertos católicos, y miran de mala manera y critican a los que no piensan como ellos. Aprecian y alaban a los espíritus moderados; a los que ponen en primer término la tranquilidad pública, aunque los pueblos vayan perdiendo la fe; a los que se conforman gustosos con los hechos consumados, con tal de no sacrificar las comodidades y bienes materiales, aunque los espirituales se pierdan. Estos son los hombres prudentes que saben apreciar las circunstancias; los sabios que comprenden la época en que viven, los hábiles diplomáticos que de todo sacan partido en provecho de la Iglesia. ¿No hemos visto en nuestros días y entre nosotros ensalzar hasta el ridículo a ciertos personajes, por haber hablado a gusto de los revolucionarios? Y esos católicos tolerantes, condescendientes, blandos, dulces, amables en extremo con los masones y furiosos enemigos de Jesucristo, guardan todo su mal humor para los que gritan ¡viva la Religión! y la defienden sufriendo continuas penalidades y exponiendo sus vidas.
Confieso, una vez más, que el Liberalismo es pecado, enemigo fatal de la Iglesia y del reinado de Jesucristo, y ruina de los pueblos y naciones; y queriendo enseñar esto, aun después de muerto, deseo que en el salón donde se exponga mi cadáver, y aun en el templo durante las exequias, se ponga a la vista de todos un cartel grande que diga: El Liberalismo es pecado.
Fuente: Monseñor Ezequiel Moreno Díaz, Cartas pastorales, circulares y otros escritos