“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.”
— Mateo 5, 7.
Reflexión:
Perdonar de corazón no siempre es fácil, pero trae consigo una paz profunda. Quien sabe mostrar misericordia se asemeja al Corazón de Cristo y experimenta la alegría de su amor.
El amor verdadero hacia el prójimo no solo beneficia a quien lo recibe, sino también al que lo da. Amar con caridad purifica, ensancha el corazón y lo hace semejante al de Cristo, que nos amó hasta el extremo.
«Esta es mi Sangre, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados.»
— Cfr. Mateo 26, 28.
Reflexión:
Cada confesión es un baño en la Sangre redentora. Allí, el alma se purifica y renace a la gracia. Hoy, demos gracias por este sacramento, y propongámonos vivir siempre en estado de amistad con Dios.
“Habéis sido rescatados […] no con oro ni plata corruptibles, sino con la preciosa Sangre de Cristo.”
— Cfr. 1 Pedro 1, 18-19.
Reflexión:
Cada gota derramada en la Pasión es una súplica por nuestra conversión. No despreciemos ese precio inmenso. Hoy, agradezcamos al Señor con una vida más fiel y generosa, lejos del pecado.
“¿Qué otra cosa podía lavar nuestros pecados sino la Sangre de Cristo?”
— San Ambrosio, Sobre los sacramentos, Libro IV.
Reflexión:
El alma herida y enferma encuentra en la Sangre del Señor la medicina que purifica y sana. Hoy, acerquémonos con fe a esta fuente en la oración y, si es posible, en la confesión y comunión.
“Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad.”
— 1 Juan 1, 9.
Reflexión:
La Sangre de Cristo nos purifica y nos devuelve la amistad con Dios cada vez que acudimos con humildad al sacramento de la confesión. Hoy, renovemos nuestro propósito de mantenernos en gracia y de acudir a la misericordia del Señor con confianza.
El rosario, según la etimología misma de la palabra, es una corona de rosas, cosa encantadora que en todos los pueblos representa una ofrenda de amor y un símbolo de alegría. Pero estas rosas no son aquellas con que se adornan con petulancia los impíos, de los que habla la Sagrada Escritura: “Coronémonos de rosas -exclaman- antes de que se marchiten”. Las flores del rosario no se marchitan; su frescura es incesantemente renovada en las manos de los devotos de María; y la diversidad de la edad, de los países y de las lenguas, da a aquellas rosas vivaces la variedad de sus colores y de su perfume.
Es, pues, la dignidad sacerdotal tan grande que San Ignacio Mártir la llama suma; San Efrén, infinita; Inocencio III dice que el sacerdote se ha de contar entre Dios y los hombres, pues que es menor que Dios, pero es mayor que los demás hombres. San Ambrosio no repara en afirmar que los sacerdotes son más que los reyes y emperadores, pues que los reyes y príncipes deben bajar las cabezas a los sacerdotes y besar sus manos, creyendo que pueden ser muy favorecidos con sus oraciones. San Gelasio Papa, escribiendo al emperador Atanasio, le dice: “Dos suertes de personas tiene el gobierno de este mundo: los sacerdotes y los reyes; pero es más grave el peso que llevan los sacerdotes que los reyes, porque los sacerdotes han de dar cuenta de los reyes en el tribunal de Dios; los reyes sólo tienen poder sobre lo temporal, los sacerdotes sobre lo eterno; aquéllos tienen poder sobre los cuerpos, éstos sobre las almas; aquéllos disponen sobre lo material, éstos sobre lo espiritual”.