Muchas cosas se podrían decir al respecto; pero limitémonos a tres, enumerando aquellas cosas que pueden entusiasmar a un joven en favor de la vocación, o a una familia a cultivarla esmeradamente en sus hijos.
Ante todo, la vocación es grande por ser una gracia selecta del Corazón de Jesús. El candidato al sacerdocio ha sido objeto de una elección por parte de Dios; y esta elección implica una preferencia; y esta preferencia implica un amor mucho mayor.
Acordémonos del ejemplo del joven rico. Dice el Evangelio, con extremada delicadeza, que Nuestro Señor, al ver a ese joven que desde su juventud había observado todos los mandamientos, “lo miró atentamente y lo amó”. Ese es el secreto de la vocación, que podemos adivinar igualmente en todos los apóstoles. ¡Qué encantadoras son las páginas del Evangelio que nos narran el llamado de Andrés, de Juan, de Santiago, de Pedro! Cómo Nuestro Señor atrae a esos jóvenes, se los gana, los ama, los escoge, y les dice claramente: “Dejadlo todo y seguidme, que Yo os haré pescadores de hombres”. Esta elección divina supone, claro está, una providencia especial de Dios respecto de su elegido, y una singular preferencia divina.
La vocación sacerdotal puede definirse como “el acto por el cual Dios llama a aquellos que ha elegido desde toda la eternidad, para recibir el sacramento del Orden sagrado, es decir, para abnegarse e inmolarse por la salvación de las almas”. Estos elegidos los saca Dios de todas partes, de todas las condiciones y clases sociales; esto es, de entre los ricos y de entre los pobres, de entre los letrados y de entre los ignorantes, de entre los inocentes y santos y de entre los pecadores… “Considerad, hermanos, quiénes habéis sido llamados. Que no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles; antes lo necio del mundo se escogió Dios, para confundir a los sabios…” (1 Cor 1, 26).
Las únicas condiciones que se les exigen son las que reclama la Iglesia.
1º Quererlo por un motivo recto. Esto es, no se debe aspirar al sacerdocio por razones interesadas, por lucro personal o familiar, por conseguir una mejor posición social; sino que hay que apuntar a él por un motivo sobrenatural, inspirado por la gracia. Enseña el Catecismo de Trento: “A nadie se ha de imponer temerariamente la carga de funciones tan elevadas. Nadie se arrogue esta dignidad si no es llamado por Dios (Heb. 5, 4), esto es, si no ha sido llamado por los ministros legítimos de la Iglesia; no habiendo nada más pernicioso para la Iglesia que los temerarios que se atreven a apropiarse por sí mismos este ministerio. Por eso, sólo entran por la puerta de la Iglesia a estas elevadas funciones quienes abrazan este género de vida proponiéndose servir la honra de Dios. Pero entran a este ministerio por otra parte, como ladrones, no siendo llamados por la Iglesia, quienes se proponen un fin indigno, como su comodidad e interés, o el deseo de honores y la ambición de riquezas o de beneficios. Esos tales, que se apacientan a sí mismos y no a sus rebaños (Ez. 34, 2 y 8), son llamados mercenarios por nuestro Señor (Jn. 10 12), y no sacarán del Sacerdocio sino lo que sacó Judas de su dignidad en el Apostolado, a saber, la eterna condenación”.
Nada más consolador para nuestras almas de que en el cielo tenemos una Madre que ejerce en nuestro favor su intercesión omnipotente con todo el cariño de la mejor de las madres. Dios no necesita de nadie, pero quiso misericordioso, asociar a María a la Redención del mundo. Para nuestro provecho la ha dado junto al segundo Adán el lugar que Eva había tenido, para nuestra perdición, junto al primero. Su maternidad espiritual comenzó el día de la Encarnación. Al pronunciar el Fiat María sabía que no recibía al Hijo de Dios para guardarlo celosamente, sino para darlo al mundo, para ofrecerlo un día sobre el altar de la cruz como sacrificio perfectísimo. Se diría que desde que posee a Jesús solo tiene un deseo: el de darle. Para darlo a Juan se apresura a visitar a Isabel. Para ofrecerlo al Padre y ofrecerse ella con Él sube al templo el día de la Purificación y treinta años después se la ve junto a la cruz presentando la víctima que había alimentado y custodiado para el sacrificio. “La consecuencia de la comunidad de sentimientos y sufrimientos entre María y Jesús es que María mereció con todo derecho llegar a ser la reparadora de la humanidad caída y por tanto la dispensadora de todos los tesoros que Jesús nos ha conseguido con su muerte y con su sangre y de ser la todo-poderosa mediadora y abogada del mundo entero ante su Hijo unigénito” (Pío X, Encíclica Ad illum diem).
La divina Sabiduría a todos se ofrece y a todos invita, sin excluir a nadie, ni aun a sus más declarados enemigos, si de veras a ella se convierten y tratan de serle fieles. Llama a grandes y a pequeños, a doctos e ignorantes, a religiosos y seglares, a justos y pecadores, con tal que de corazón se le entreguen y con amor y docilidad la escuchen y se dejen guiar de su dulcísimo espíritu. Promete gloriosos premios a cuantos saben corresponderle. A éstos se les comunicará con todas sus infinitas riquezas.
Por tanto, bien podemos contar todos con estas liberalidades de la divina bondad y misericordia, si de todo corazón confiamos y nos abandonamos en ella, renunciándonos de veras a nosotros mismos. Pues cuando un alma, desconfiando de sí, de su propia ciencia, habilidad y prudencia, tiene siempre puestos los ojos en Dios, entregándose en sus manos y esperándolo de Él todo, nunca deja Él de tomar plena posesión de ella, encargándose por sí mismo de dirigirla y gobernarla y proveerla en todas las cosas.
Es de Ella y de Ella sola, de quien Cristo tiene su naturaleza humana; es a Ella a quien debe el ser Hijo del Hombre; Ella es verdaderamente Madre de Dios. María ocupa, pues, de hecho, en el Cristianismo un lugar único, trascendente, esencial.
Tal es la inefable unión que existe entre Jesús y María; Ella es su madre y Él es su Hijo. Esta unión es indisoluble; y como Jesús es al mismo tiempo el Hijo de Dios venido para salvar al mundo, María está, de hecho, íntimamente vinculada al misterio vital de todo el Cristianismo. Este es el fundamento de todas sus grandezas: el privilegio especial de su maternidad divina.
Después de la festividad del Discípulo amado viene la de los santos Inocentes: la cuna del Emmanuel, junto a la que hemos venerado al Príncipe de los Mártires (san Esteban) y al Águila de Patmos (san Juan), aparece hoy ante nuestra vista, rodeada de una graciosa cohorte de niñitos vestidos de túnicas blancas como la nieve y con verdes palmas en sus manos. El Niño divino les sonríe; es su Rey, y toda esa pequeña corte sonríe también a la Iglesia de Dios. La fortaleza y la fidelidad nos han llevado ya ante el Redentor; la inocencia nos invita hoy a quedarnos junto al pesebre. Herodes quiso envolver al Hijo de Dios en una matanza de niños; Belén oyó los lamentos de las madres; la sangre de los recién nacidos inundó la región entera; pero todos estos conatos de la tiranía no lograron afectar al Emmanuel; sólo consiguieron enviar al ejército celeste una nueva leva de Mártires. Estos niños tuvieron el insigne honor de ser inmolados por el Salvador del mundo; pero, momentos después de su sacrificio, les fueron reveladas repentinamente alegrías próximas y futuras muy superiores a las de un mundo que pasaron sin conocerle. Dios, copioso en misericordia, no exigió de ellos más que el sufrimiento de algunos minutos; y se despertaron en el seno de Abrahán libres y exentos de toda otra prueba, puros de toda mancha mundana, llamados al triunfo como el guerrero que da su vida para salvar la de su jefe. Su muerte es, pues, un verdadero Martirio, y por eso la Iglesia los honra con el bello título de Flores de los Mártires, a causa de su tierna edad y de su inocencia. Tienen, por tanto, derecho a figurar hoy en el ciclo, a continuación de los dos esforzados campeones de Cristo que ya hemos celebrado. San Bernardo, en su sermón sobre esta fiesta, explica admirablemente la conexión de estas tres solemnidades: “En el bienaventurado Esteban, dice, tenemos reacción y la voluntad del martirio; en San Juan, solamente la voluntad, y en los santos Inocentes sólo el hecho del martirio. Pero ¿quién dudará de la corona alcanzada por estos niños? Preguntaréis ¿dónde están los méritos para esta corona? Preguntad más bien a Herodes qué crimen cometieron para ser así asesinados. ¿Habrá de vencer la crueldad de Herodes a la bondad de Cristo? Ese rey impío pudo matar a estos inocentes niños; ¿y Cristo no habría de poder coronar a los que sólo por su causa murieron? Esteban fue, Mártir a los ojos de los hombres que fueron testigos de su Pasión voluntariamente padecida, hasta el punto de rogar por sus mismos enemigos, mostrándose más sensible al crimen de ellos que a sus propias heridas. Juan fue mártir a los ojos de los Ángeles, que siendo criaturas espirituales, vieron las disposiciones de su alma. En verdad, también fueron Mártires tuyos, oh Dios, aquellos cuyo mérito no fue visto, ciertamente, por los hombres ni por los Ángeles, pero a quienes un favor especial de tu gracia, se encargó de enriquecer. De la boca de los recién nacidos y de los niños de pecho te has complacido en hacer brotar tus alabanzas. ¿Cuáles? Los Ángeles cantaron: ¡Gloria a Dios en las alturas; y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad! Alabanza sublime sin duda, pero que no será completa hasta que Aquel que ha de venir diga: Dejad que los niños se acerquen a mí, porque el reino de los cielos es de quien a ellos se parece; paz a los hombres, aun a aquellos que todavía no tienen el uso de la razón: ése es el misterio de mi misericordia.” Dios se dignó hacer, con los Inocentes sacrificados por causa de su Hijo, lo que hace diariamente en el sacramento del bautismo, aplicado con frecuencia a niños a quienes arrebata la muerte en las primeras horas de su vida; y nosotros bautizados en el agua debemos glorificar a estos recién nacidos, bautizados en su sangre y asociados a todos los misterios de la infancia de Jesucristo. Debemos, también, felicitarlos con la Iglesia de la inocencia que conservaron gracias a su gloriosa y prematura muerte. Purificados primeramente por el rito sagrado que, antes de la institución del bautismo borraba la mancha original, visitados con anterioridad por una gracia especial que los preparó al sacrificio glorioso para el que estaban destinados, pasaron por esta tierra sin mancillarse en ella. ¡Vivan, pues, por siempre estos tiernos corderos en compañía del Cordero inmaculado! y merezca misericordia este mundo envejecido en el pecado, asociando sus voces al triunfo de estos escogidos de la tierra que, semejantes a la paloma del arca, no encontraron sitio donde posar sus plantas.