De lo expuesto hasta aquí puede verse cuál sea la importancia de la instrucción religiosa del pueblo; debemos, pues, hacer todo lo posible para que la enseñanza de la Doctrina sagrada, institución la más útil para la gloria de Dios y la salvación de las almas, se mantenga siempre floreciente, o, donde se la haya descuidado, se restaure. Así, pues, Venerables Hermanos, queriendo cumplir esta grave obligación del apostolado supremo y hacer que en todas partes se observen en materia tan importante las mismas normas, en virtud de Nuestra suprema autoridad, establecemos para todas las diócesis las siguientes disposiciones, que mandamos sean observadas y expresamente cumplidas:
Todos los párrocos, y en general cuantos ejercen cura de almas, han de instruir, con arreglo al Catecismo, durante una hora entera, todos los domingos y fiestas del año, sin exceptuar ninguno, a todos los niños y niñas en lo que deben creer y hacer para alcanzar la salvación eterna.
En su constitución Etsi minime, Nuestro predecesor Benedicto XIV dispone el doble ministerio, a saber: la predicación, que habitualmente se llama explicación del Evangelio, y la enseñanza de la doctrina cristiana. Acaso no falten sacerdotes que, deseosos de ahorrarse trabajo, crean que con las homilías satisfacen la obligación de enseñar el Catecismo. Quienquiera que reflexione, descubrirá lo erróneo de esta opinión; porque la predicación del Evangelio está destinada a los que ya poseen los elementos de la fe. Es el pan, que debe darse a los adultos. Mas por lo contrario, la enseñanza del Catecismo es aquella leche, que el apóstol San Pedro quería que todos los fieles habían de desear sinceramente, como los niños recién nacidos. El oficio, pues, del catequista consiste en elegir alguna verdad relativa a la fe y a las costumbres cristianas, y explicarla en todos sus aspectos. Y, como el fin de la enseñanza es la perfección de la vida, el catequista ha de comparar lo que Dios manda obrar y lo que los hombres hacen realmente; después de lo cual, y sacando oportunamente algún ejemplo de la Sagrada Escritura, de la historia de la Iglesia o de las vidas de los Santos, ha de aconsejar a sus oyentes, como si la señalara con el dedo, la norma a que deben ajustar la vida, y terminará exhortando a los presentes a huir de los vicios y a practicar la virtud.
La doctrina cristiana nos hace conocer a Dios y lo que llamamos sus infinitas perfecciones, harto más hondamente que las fuerzas naturales. Al mismo tiempo nos manda reverenciar a Dios por obligación de fe, que se refiere a la razón; por deber de esperanza, que se refiere a la voluntad, y por deber de caridad, que se refiere al corazón, con lo cual deja a todo el hombre sometido a Dios, su Creador y moderador. De la misma manera sólo la doctrina de Jesucristo pone al hombre en posesión de su verdadera y noble dignidad, como hijo que es del Padre celestial, que está en los cielos, que le hizo a su imagen y semejanza, para vivir con Él eternamente dichoso. Mándanos, asimismo, que nos entreguemos en manos de Dios, que cuida de nosotros; que socorramos al pobre, hagamos bien a nuestros enemigos y prefiramos los bienes eternos del alma a los perecederos del tiempo. Y sin tocar menudamente a todo, ¿no es, acaso, doctrina de Cristo la que recomienda y prescribe al hombre soberbio la humildad, origen de la verdadera gloria? Cualquiera que se humillare, ése será el mayor en el reino de los cielos. En esta celestial doctrina se nos enseña la prudencia del espíritu, para guardarnos de la prudencia de la carne; la justicia, para dar a cada uno lo suyo; la fortaleza, que nos dispone a sufrir y padecerlo todo generosamente por Dios y por la eterna bienaventuranza; en fin, la templanza, que no sólo nos hace amable la pobreza por amor de Dios, sino que en medio de nuestras humillaciones hace que nos gloriemos en la cruz. Luego, gracias a la sabiduría cristiana, no sólo nuestra inteligencia recibe la luz que nos permite alcanzar la verdad, sino que aun la misma voluntad concibe aquel ardor que nos conduce a Dios y nos une a Él por la práctica de la virtud.
San Roberto Belarmino, sobrino del Papa Marcelo II, nació en Montepulciano, cerca de Florencia, en 1542. Desde su juventud, mostró gran piedad y vivo deseo de apostolado. Ingresó a los 18 años en la Compañía de Jesús e hizo sus estudios en Roma, Florencia, Mondovi, Padua y Lovaina, donde fue ordenado de sacerdote y nombrado para una cátedra de teología. Pronto se le consideró como uno de los mejores teólogos de la cristiandad, y el Papa Gregorio XIII le llamó a Roma para confiarle los cursos de Controversias en el Colegio romano donde llegó a tener hasta 2.000 estudiantes. Después de haber sido nombrado provincial de Nápoles, fue de nuevo llamado a Roma por Clemente VIII, quien le nombró consultor del Santo Oficio y después Cardenal. Consagrado obispo, se trasladó en 1602 al arzobispado de Capua, administrándole durante tres años, al cabo de los cuales renunció y volvió a Roma donde permaneció hasta su muerte, acaecida en 1629. Fue beatificado y canonizado por Pío XI que le nombró Doctor de la Iglesia.
Oh Dios, que muestras, a los que yerran, la luz de tu verdad, para que puedan tornar al camino de la justicia: da, a todos los que hacen profesión de cristianos, la gracia de rechazar lo que se opone a ese nombre, y de seguir lo que concuerda con él.
Lección de la Epístola del Apóstol San Pedro
Carísimos: Os ruego que, como extranjeros y peregrinos, os abstengáis de los deseos carnales, que militan contra el alma, viviendo honradamente entre las gentes: para que, ya que os consideran como malhechores, al ver vuestras buenas obras, glorifiquen a Dios el día de la visitación. Estad, pues, sumisos a toda criatura humana por Dios: ya al rey, como jefe: ya a los caudillos, como enviados por él para castigo de los malhechores y alabanza de los buenos: porque es voluntad de Dios que, obrando el bien, hagáis callar la ignorancia de los hombres imprudentes: obrad como libres, y no como teniendo la libertad por velo de la malicia, sino como siervos de Dios. Honrad a todos: amad a vuestros hermanos: temed a Dios: respetad al rey. Siervos, someteos con todo temor a los amos, no sólo a los buenos y modestos, sino también a los díscolos. Porque esto es lo grato a Dios, en nuestro Señor Jesucristo.
El glorioso celador de la dignidad de la Madre de Dios, san Celestino, primero de este nombre, fue hijo de Prisco, romano, y nació en Campania, que es tierra de Nápoles. Habiendo resplandecido a los ojos de todos por sus virtudes y sabiduría, le consagraron obispo de Ciro en la Siria y le honraron con el título de cardenal de la Iglesia de Roma, y después, por muerte de Bonifacio I, fue elegido con universal aplauso vicario de nuestro Señor Jesucristo en la tierra. Este fue el santo Pontífice que envió al glorioso san Patricio a Irlanda, para que convirtiese aquellas gentes ciegas a la fe de Cristo, lo cual hizo san Patricio, con tan maravilloso suceso, que mereció ser llamado Apóstol de aquella nación. Por este tiempo se quitó la máscara el diabólico heresiarca Nestorio, el cual con boca sacrílega negaba la unión hipostática del Verbo eterno con la naturaleza humana en el vientre de la purísima Virgen, y juntamente afirmaba que esta serenísima Reina de los ángeles no había concebido y dado a luz a un hombre que juntamente era Dios, sino a un hombre puro; y que así no se había de llamar Madre de Dios, sino Madre de Cristo, en quien reconocía y confesaba dos personas, divina y humana, poniendo en estas tanta distinción como en las naturalezas. Contra este Luzbel que trajo a su error la tercera parte de las estrellas, armó el cielo a otro ángel que fue san Celestino, el cual mandó que se celebrase en el año 431 el concilio general de Éfeso, donde asistió como legado apostólico el glorioso doctor y patriarca san Cirilo. Allí fue condenada y anatematizada la herejía de Nestorio, y porque llamado, no quiso comparecer al concilio, ni retractarse, fue depuesto de la cátedra de Constantinopla, y recluso en el monasterio de San Euprepio de Antioquía, donde acabó miserablemente su vida, llerrándosele de gusanos aquella lengua que tanto había blasfemado contra la Madre de Dios. Entonces añadió la Iglesia, como artículo de fe, a la oración angélica aquellas palabras: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros; y el pueblo con luminarias y regocijos, celebró la definición dogmática del más excelso título de nuestra Señora. Finalmente habiendo el santo Pontífice Celestino logrado del emperador Teodosio que hiciese leyes para la observancia de las fiestas, y edificado y enriquecido muchos templos de Roma con gran magnificencia, a los ocho años de su pontificado, descansó en la paz del Señor.
La Iglesia nos presenta hoy la apacible e imponente figura de uno de sus más santos Pontífices, Isidoro, el gran Obispo de Sevilla, el hombre más sabio de su siglo, pero más admirable todavía por las maravillas de su celo en su patria, viene hoy a animarnos con su ejemplo y su intercesión.
San Isidoro nació en Cartagena en 560. Ya desde su juventud su vastísima ciencia le permitió combatir la herejía arriana. En 600 fue elevado a la sede de Sevilla y San Gregorio Magno le nombró su Nuncio en toda España. Favoreció la vida monástica, levantó escuelas, reunió Concilios, escribió los libros de las Etimologías, de los Oficios Eclesiásticos y otras importantísimas obras para la disciplina cristiana, y sobre todo dio ejemplo de las más altas virtudes. Después de haber extirpado de España la herejía murió en Sevilla en 636.
San Sixto, papa, tercero de este nombre, fue romano; nació hacia el fin del siglo cuarto. El celo con que combatió las herejías de su tiempo, aun cuando no era más que presbítero, y la honra de ser elevado al sacerdocio por los méritos de una notoria virtud, acreditan la que ya tenía cuando joven, y los progresos que había hecho en la ciencia de los santos. No solamente anatematizó el pelagianismo en presencia de todo el pueblo, sino que refutó sólidamente en sus epístolas los dogmas de aquellos herejes. En una carta, da san Agustín la enhorabuena a san Sixto de haber sido el primero que condenó públicamente los errores de Pelagio, cuando todavía no era más que presbítero.
¡Con qué veneración debemos acercarnos hoy a este hombre, de quien San Gregorio Magno escribió que “estuvo lleno del espíritu de todos los justos!”. Si consideramos sus virtudes, veremos que igualan a todo lo que los anales de la Iglesia nos dicen de los demás santos. La caridad de Dios y del prójimo, la humildad, el don de oración, el imperio sobre todas las pasiones, hacen de él una obra maestra de la gracia del Espíritu Santo. Obras milagrosas llenan toda su vida: curación de enfermedades humanas, poder sobre las fuerzas de la naturaleza, imperio sobre los demonios y hasta poder de resucitar a los muertos. El espíritu de profecía le descubre el porvenir y hasta los pensamientos más íntimos no escapan a los ojos de su espíritu. Estos rasgos sobrenaturales se encuentran realzados por dulce majestad, por grave severidad y misericordia caridad, que brillan en cada una de las páginas de su biografía, escrita por uno de sus discípulos, el Papa San Gregorio Magno, quien se encargó de transmitir a la posteridad todo lo que Dios se había dignado realizar en su siervo Benito.
Fue criado Simplicio con el mayor desvelo, así en el santo temor de Dios, como en el estudio de las ciencias. La solidez de su ingenio, la dulzura de su natural, su inclinación a la virtud y su amor a las letras, dice el autor veneciano de las vidas de los papas, acreditaron su buena educación, hiciéronle el joven más cabal de su tiempo, y el ornamento de todo el clero romano.
Apenas se hablaba en Roma de otra cosa que del raro mérito de nuestro santo, cuando vino a quedar vacante la santa sede por muerte de san Hilario. Hubo poco que deliberar en la elección; porque Simplicio fue elevado a esta suprema dignidad por unánime consentimiento.